Desde la ciudad jujeña de Palpalá llegan al mundo tejidos e
hilados de altísima calidad que se confeccionan con saberes ancestrales, un
ejemplo de producción sustentable textil.
Hace exactamente un siglo, unas
maderas –lustrosas, enormes, relucientes como el metal que las contenía–
brillaban bajo el sol de Jujuy. Eran máquinas
hechas en Bélgica y, a partir del talento de las y los hilanderos
del noroeste argentino, nacerían de ellas deslumbrantes tejidos artesanales. El
gobierno provincial las había importado e iban a servir para “erradicar la
pobreza”. Resultó totalmente inútil: no solo llegaron cuatro años más
tarde de lo convenido, sino que eran eléctricas, y en la Puna no había energía.
Treinta años estuvieron esas máquinas embaladas en galpones y
depósitos de Abra Pampa, mientras los inspirados tejedores y las
hacendosas hilanderas de la región soñaban con producir a otra escala, en
algunos casos, o con tener qué comer.
A mediados del siglo pasado los
engranajes silentes fueron despertando. Las máquinas fueron armadas en San
Salvador de Jujuy y las pusieron en funcionamiento en fábricas de capitales
mixtos, públicos y privados. Pero el devenir de la industria nacional, con el
paso de las décadas, las fue haciendo acallar. En 1999 las trasladaron a
Palpalá y en 2012 estuvieron a punto de ser vendidas a un chatarrero.
Pero ahora, cien años más tarde de que llegaran al país, esas mismas
maquinarias (y otras más recientes) vibran. Todo es ritmo y producción en sus
corazones de madera y metal. Con
ellas se confeccionan bufandones, ruanas, chalinas, bufandas, mantas,
alfombras, buzos, mantones, pies de cama, fundas de almohadones, ponchos,
remerones, pantalones, vestidos, chaquetas y medias.
En la Puna siempre hubo
energía, pero de la creativa. Y hoy confluye en Hilandería Warmi, un
emprendimiento de economía social que ya tiene alcance global.
“No
teníamos para comer, por eso empezamos a juntarnos las mujeres que hilaban, las
que tejían, las que bordaban… Y armamos un sistema de microcréditos.
Llegan a nosotros los emprendedores con sus sueños anotados en una hoja. Ahí
ponen lo que necesitan, vemos cuánto cuesta y les damos la plata. Hay muchos
jóvenes en la puna con buenas ideas. Se necesita reunirlos, capacitarlos,
apoyarlos. Y los proyectos funcionan”, dice con simpleza y profundidad Rosario
Quispe, líder comunitaria.
La tejedora gestó en 1994 un
movimiento que llamó Asociación
Warmi Sayajsunqo (en quechua, “mujeres
perseverantes”), cuyas integrantes son ahora accionistas de esta
hilandería que paga un precio
justo por la lana de llama y oveja. La compran a unas 3.500
familias de pequeños productores, que pertenecen a 120 comunidades originarias
de la provincia.
En la sede que Warmi tiene en Abra
Pampa (a 220 km de San Salvador) se hace el acopio, lavado,
mezclado y peinado, y se generan los carreteles de hilo con los que luego, en
Palpalá, unos 30 empleados confeccionan los artículos. Así, la sabiduría
ancestral de lo artesanal se da la mano con el desarrollo sustentable y la
pujanza de los negocios globales.
“La hilandería Warmi nació en 2012, cuando se creó la marca y se
compraron maquinarias nuevas. Después de algunos años de ajustar procesos,
reordenar esquemas y optimizar recursos, logramos en 2016 su producción
récord: más de 13.500 prendas. Luego empezamos a exportar a Estados
Unidos y pudimos certificar a la compañía como Empresa B, es decir,
comprometida con el desarrollo socioambiental”, explica Gastón
Arostegui, ingeniero electrónico y Gerente General de la firma.
Apoyados en sus productos
auténticos, estos artesanos generan un impacto comunitario positivo y ponen en
marcha una cadena de valor transparente que puede verse en acción, ya que la
hilandería abre sus puertas para las visitas guiadas.
Ángel
Condorí es encargado de Warmi en Abra Pampa y
también es productor de lana de llama. Desde sus dos roles, observa que el
circuito funciona: “La gente está contenta, ya no tiene que ir a Bolivia a
vender su producción”.
El responsable de la planta invita a recorrer el enorme galpón
donde el proceso, de punta a punta, demanda una
semana y media entre que se recibe la lana virgen y sale convertida en hilo,
rumbo a la hilandería.
“Primero armamos partidas de
unos 350 kilos con la lana que acopiamos. La lavamos y la empezamos a mezclar.
La proporción es 65% de llama y 35% de oveja, porque así se obtiene mayor
suavidad y a la vez resistencia”, detalla.
Luego, en unas máquinas que
recuerdan el oficio de los viejos colchoneros, se va abriendo la fibra para que
se ablande y no esté apelmazada. Una espolvoreadora permite más tarde
limpiarla, y posteriormente se somete la lana a la acción de humidificadores,
para conseguir un resultado antiestático y que no se pegue a la ropa.
“A partir de ahí entra en juego la cardadora, que es el corazón
de la hilandería porque elimina completamente restos vegetales y tierra, y hace
que la lana quede pomposa como algodón. En esa parte del proceso cobra cuerpo,
se empareja y se convierte en mecha para hilar, después de que la partida
pierda unos 40 kilos de los 350 originales. Va cayendo la lana que no sirve y
también decantan todos los residuos. Esa lana vaporosa se peina después tres
veces para que las fibras queden alineadas en un solo sentido. Y finalmente se
enrolla en carreteles”, precisa Condorí.
Los hilos que llegan a Palpalá
son de cuatro tonos: visón,
crudo, marrón y blanco. Allí, un staff de 30 artesanas y artesanos
procesa de a 500 kilos. En grandes piletones y con ayuda de unos tridentes, los
hilos son lavados con agua caliente, detergente, y luego agua fría.
Son secados al sol y pasan al sector de tejeduría, donde los
expertos usan los telares para
hacer realidad sus ideas creativas. En la tarde que los visitamos, uno de ellos
ata a mano los 1280 hilos de una manta, a pocos metros de Flora, que lleva 45
años diseñando motivos para hilar, y de Marta, segunda generación de artesanas
que convierte esas ideas abstractas en chalinas y ruanas.
“Todas las terminaciones son
100% artesanales y estamos a punto de certificar nuestros productos como
orgánicos e incorporar tintes naturales para teñir”, se entusiasma el Gerente.
Arostegui conversa con LUGARES junto a la máquina que hace el urdido, es decir,
la que alinea los hilos en paralelo. Es una de las belgas originales que,
recuerda, “iban a servir en 1922 para erradicar la pobreza”.
“Jujuy
es una de las regiones del país con mayor pobreza multidimensional a pesar de
contar con un recurso estratégico como es el pelo de las llamas. Darle
un uso sustentable y favorecer tanto a los pastores como a las artesanas,
pagando por encima del precio del mercado, colabora con el desarrollo
socioeconómico de la zona. Tenemos un fuerte compromiso -dice- con el comercio
justo, con comprar de manera directa a las familias de productores, con
profesionalizar el talento de los diseñadores”.
El 100% de las utilidades de
Warmi se reinvierten en microcréditos productivos para generar un impacto
multiplicador en el territorio. “Tomamos decisiones con un concepto de
interculturalidad que nos llevó a trabajar con respeto, aprendiendo de la
cosmovisión de estos creativos. Ellos tienen una percepción del tiempo
distinta, igual que de la naturaleza, de los recursos, de los vínculos… Fue un
desafío extraordinario los primeros años pero hoy el modelo está consolidado y
proyectamos un gran crecimiento”, se ilusiona Arostegui.